Ahora que enfrentamos la segunda ola de la COVID-19, volvemos a sentir cuál es el costo terrible de la pandemia. No sólo en vidas, que es algo irrecuperable, sino también en dinero. Los expertos calculan que prevenir futuros desastres como el causado por este virus de origen zoonótico es 100 veces más barato que insistir en el actual modelo basado en la destrucción de la naturaleza, que es el que está detrás de la emergencia de patógenos con capacidad de globalizarse.
Hay alrededor de 1,7 millones de gérmenes conviviendo con mamíferos y aves en todo el mundo. Y una gran mayoría de ellos nos puede infectar si entramos en contacto con las espe-cies que los portan en ambientes silvestres.
Ya no quedan lugares lo suficientemente remotos porque estamos todos conectados por el comercio y el tránsito de personas. O sea que si Brasil, Paraguay o Argentina destruyen sus bosques, o si China avanza con sus planes de urbanización en áreas salvajes, no es un mero asunto interno, de soberanía de cada uno de estos países.
Los virus viajan: ya lo vemos. La división de nacionalidades son simples categorías humanas. Estamos unidos biológicamente, de la misma manera en que estamos contenidos dentro de un solo planeta, con una atmósfera. Nadie se salva.
La situación mundial es más crítica de lo que se asume: ya trasvasamos todos los límites planetarios y no tenemos muchos más lugares para seguir expandiéndonos. Según el informe de 2019 de la Plataforma Intergubernamental Científico-Normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas (IPBES), el organismo científico que estudia el estado de la biodiversidad mundial, 75% de la superficie terrestre ya ha sido transformada.
La paradoja es que arrasamos la vida con toda su compleja historia evolutiva para producir un puñado de animales cuya cría hemos dominado y para plantar un par de especies vegetales que apenas podemos contar con los dedos de la mano.
Commoditización de la naturaleza
Un buen ejemplo esto lo vemos en Argentina, sobre todo en el Gran Chaco Americano, el segundo sistema boscoso en tamaño y biodiversidad de América Latina, detrás de la Amazonía, un mundo riquísimo de árboles y animales únicos, un patchwork de culturas ancestrales.
Hemos perdido más de 8 millones de hectáreas de este bello ecosistema, de donde salen el quebracho (Schinopsis balansae) y el tatú carreta (Priodontes maximus), en sólo tres décadas. ¿Y para qué? Para vender soja con agroquímicos que, convertida en harina, será exportada por la hidrovía para alimentar en granjas esparcidas por Europa desde salmones y pollos a vacas y cerdos. ¿Vale la pena cambiar osos hormigueros por salchichas, para que el Estado cobre retenciones? ¿Aún a costa de posibles enfermedades y más muerte?
Este proceso de “commoditización” de la naturaleza se reproduce a escala global. Y por eso hay tantos frentes calientes abiertos en materia sanitaria. Previo a la COVID-19, hemos visto viajar en barco o en avión a otros virus, que dieron la vuelta al globo a veces de manera que resulta difícil entender.
Un ejemplo de esto sucedió en 2016, cuando el mundo quedó espantado por unas imágenes que llegaban desde Brasil con unos bebés que nacían con el cráneo deformado, una patología causada por una enfermedad desconocida hasta entonces: la fiebre zika. Antes de tener nombre de virus, Zika era sólo una selva de Uganda, muy densa hace 50 años. Sin embargo, se fue desmontando de a poco y el lugar que fue un bosque tupido y frondoso, quedó raleado por la agricultura. El subproducto fue la emergencia de un patógeno que llegó a América Latina vía China. Así que el vector del germen no sólo fue el mosquito: también lo fue el comercio.
Futuras y peores pandemias
Las futuras pandemias posiblemente sucedan con mayor frecuencia, se dispersen más rápidamente, tengan mayor impacto económico y maten a más gente sino somos lo suficientemente cuidadosos con las decisiones que tomamos.
Los científicos advierten que la próxima pandemia puede ser todavía más seria, porque se están desmontando complejísimos sistemas tropicales para plantar café, cacao, azúcar, palma para hacer aceite, o para criar vacas o cerdos. Mucha comida barata, que es mala para la salud. Y que, además, nos damos el lujo de tirar: 30% va al tacho. ¿Eso es desarrollo?
“La deforestación rampante, la expansión descontrolada de la agricultura, la cría intensiva de animales, el desarrollo de la infraestructura, así como la explotación de animales silvestres han creado una tormenta perfecta para el desborde de enfermedades”, concluyeron hace poco un grupo de científicos internacionales, entre ellos Peter Daszak, presidente de EcoHealth Alliance, una organización que estudia la emergencia de patologías.
En el proceso de comernos al mundo no sólo desplazamos animales increíbles, como orangutanes o jaguares. También pasa algo que vemos con claridad en muchos países de América Latina: los ricos son cada vez más ricos y los pobres, más pobres. Nunca brilla el oro que, se supone, nos tiene que salvar. Este es un sistema que transmite enfermedades y reproduce injusticia.
No es culpa del murciélago
Todavía no se ha determinado cuál fue el origen exacto del virus que causa la COVID-19, aunque probablemente provino de un murciélago en algún bosque del Asia.
El sistema inmunológico de los murciélagos les permite convivir paralelamente con una gran carga viral, mientras están amuchados unos con otros en espacios cerrados como cavernas, intercambiando fluidos corporales todo el tiempo. Como toda especie en la Tierra, cumplen una función esencial en los ecosistemas, como la de la polinización, sin la cual no tendríamos comida.
El problema es cuando entramos en contacto con ellos, ya sea abriendo rutas o instalando granjas de animales.
“Las infecciones virales siempre han sido parte de la naturaleza, pero esta pandemia fue creada por nosotros, o mejor dicho, por nuestro modelo de apropiación de la naturaleza. Estamos avanzando sobre ecosistemas en donde nunca antes hubo contacto estrecho y frecuente entre las personas y animales silvestres”, dice una carta firmada por investigadores de la Universidad Nacional de Córdoba, encabezados por la prestigiosa ecóloga Sandra Díaz.
“Lo hacemos, por ejemplo, al deforestar, al abrir caminos a través de bosques, selvas y humedales, y al establecer poblaciones humanas, generalmente en condiciones precarias, en fronteras forestales y mineras. Ahí los animales silvestres entran en contacto con los animales domésticos y con la gente, todos en condiciones de alta vulnerabilidad, frecuentemente inmunodeprimidos”, agrega.
Y completa: “Bajo estas condiciones, es muy fácil que los virus muten e invadan nuevas especies, salten a otros animales silvestres cautivos, a los animales domésticos y a las personas. El resto lo hace la globalización del tránsito de mercancías y personas, la persistencia de focos de pobreza, el hacinamiento y la vulnerabilidad en muchas regiones no cercanas a la fuente original del virus, como ocurre en Argentina”.
Una salud
La pandemia de COVID-19 abrió el debate sobre la necesidad de enfocar nuestras economías bajo el precepto de “Una sola salud” y derribar, así, el paradigma de desarrollo versus naturaleza. Algo de esa discusión movió el amperímetro internacional.
Se notó con la aparición de compromisos todavía alarmantemente débiles de reducción de emisiones de gases que causan el cambio climático, que, dicho sea de paso, es otro propagador de enfermedades terribles. Serán terribles las enfermedades en un mundo con un aumento de 3°C de la temperatura respecto de la era preindustrial, que es al que parecemos estar marchando con paso firme y seguro.
Sin embargo, en América Latina, donde tenemos científicos de porte internacional que advierten sobre los peligros de destruir la naturaleza con un lenguaje como el que usaría la activista sueca Greta Tintin Eleonora Ernman Thunberg, estamos muy lejos aún de entender las dimensiones que este desatado capitalismo angurriento ha infligido en nuestra vida.
Lo vemos en la agenda política todos los días: más minería, más agricultura, más desmonte y más hidrocarburos con vergonzosos subsidios estatales. Una manera explícita de seguir en el camino a la autodestrucción y con más virus. O mutamos nuestra cabeza o los virus mutantes nos llevarán puestos.
La ideología de que hay que sacrificar a la naturaleza en nombre del desarrollo está tan arraigada que hasta la tenemos incorporada en el lenguaje cotidiano. Hablamos de “re-cursos naturales”, como si los humanos fuéramos algo distinto del mundo que nos ro-dea y la naturaleza, una mercancía que sólo sirve para comerciar y lucrar. A quienes se opongan a esta narrativa, que para los pueblos originarios es un sacrilegio, se lo tildará de “ambientalistas bobos”, aunque el costo de arrasar ecosistemas esté allí, mordiéndonos en nuestra propia carne.
Autora: Marina Aizen es periodista, autora de los libros Contaminados, una inmersión en la mugre del Riachuelo y Trumplandia. Ex-corresponsal en la Organización de Naciones Unidas y en New York. Premio Inter Press Service (IPS)-Ambev del Agua, Príncipe Alberto II de Mónaco y UNCA.
Fuente: REC