Pandemias y el gran desajuste evolutivo

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¿Qué hacen los humanos ante una amenaza colectiva? Esta es una pregunta central para la psicología y es de gran interés práctico para la pandemia de COVID-19. Pero, ¿tenemos algo útil que compartir con los gobiernos y los medios de comunicación, o es solo un intento de persuadirnos de que podemos hacer alguna contribución cuando nos sentimos impotentes frente a la propagación de este virus?

Podríamos simplemente retirarnos a la “seguridad” de nuestras torres de marfil y dejar que todos los demás se preocupen, pero el hecho de tener un fuerte impulso para hacer algo cuenta una historia muy diferente de la que aún domina las ciencias sociales y psicológicas y los medios de comunicación, que es la idea de que el peligro saca lo peor de nosotros: pánico, comportamiento antisocial y competencia feroz por los recursos materiales y físicos. La transgresión moral y el abandono de las normas sociales a veces pueden ocurrir y ciertamente colorean la imaginación pública, pero este comportamiento tiende a ser raro. Los estudios sociológicos y psicológicos muestran que, bajo estrés, las personas con frecuencia permanecen tranquilas y cooperativas. Lo que más se da, en lugar de la evitación egoísta, es la cooperación y la búsqueda de contacto, que son nuestras principales respuestas ante una amenaza.

Lo que aumenta en tiempos de ansiedad y amenaza no es un impulso para ayudarse a uno mismo a toda costa, sino un impulso intuitivo para ayudar a los demás. La desafortunada consecuencia es que, en respuesta a la actual amenaza de infección deseamos contacto social, particularmente con los seres queridos y los más vulnerables.

Las pandemias y la narrativa del “colapso del orden social”

Al describir el comportamiento de las personas que viven en países afectados por la propagación de la COVID-19, los medios de comunicación adoptaron rápidamente una visión “hobbesiana” de la naturaleza humana1. Esta es la expectativa de que la exposición a una amenaza hace que las personas abandonen las sutilezas sociales y, al ser naturalmente rivales, vuelvan a caer en “la brutalidad y la miseria”. Los principales periódicos informan de pánico, personas corriendo a los comercios para acaparar mascarillas, desinfectantes para manos y alimentos. Esos comportamientos son habitualmente calificados como irracionales: ¿por qué apresurarse a comprar alimentos cuando se nos dice que no habrá escasez? No hay dudas de que los humanos podemos ser irracionales (nos equivocamos al evaluar grandes magnitudes; subestimamos los riesgos y valoramos la ganancia a corto plazo). Sin embargo, a nivel individual, ¿es racional acumular alimentos y papel higiénico cuando se nos dice que tendremos que quedarnos en casa por un tiempo indefinido? No es que no confiemos en los políticos, pero estamos en lo cierto al no estar seguros acerca de la capacidad de recuperación de las instituciones y el contrato social en general, ante una amenaza sin precedentes, desconocida y creciente. Del mismo modo, es perfectamente racional, a nivel individual, correr hacia las salidas cuando el edificio está en llamas. Sin embargo, estas decisiones racionales auto-orientadas son sobre las que tenemos que reflexionar conscientemente. Nuestras respuestas intuitivas iniciales son, por el contrario, cooperativas.

Bajo circunstancias de amenaza en la vida real, las personas no se toman el tiempo y deliberan fríamente sobre qué comportamiento se adaptaría mejor a su propio interés, es decir, dejar a otros atrás y, metafóricamente, correr hacia la salida con suficiente comida (y papel higiénico). Por el contrario, las personas buscan contacto social. Se controlan entre sí, e incluso respetan o reinventan las normas sociales, con contenido moral o altruista. Se ha visto cómo se comportaba la gente en un teatro bajo ataque terrorista: donde se podrían esperar escenas de pánico y una estampida generalizada, se observó que las personas formaban colas para acceder hasta una salida de emergencia, mientras que algunos incluso tenían sesiones de votación para decidir colectivamente la mejor manera de mantenerse a salvo.

La llegada de la COVID-19 encontró inercia y placidez, en lugar de pánico masivo. La población francesa fue (y sigue siendo) criticada por sus propias autoridades por su laxitud y despreocupación. Hasta hace algunas semanas, los franceses continuaban reuniéndose en terrazas de bares y rompiendo las reglas obvias de distanciamiento social. El estado alemán de Bayern tomó medidas más estrictas de confinamiento el 21 de marzo, luego de descubrir que muchas personas, a pesar de las instrucciones explícitas de mantenerse alejadas de los demás, todavía se reunían en grupos como si nada estuviera pasando. Violaciones similares de las indicaciones oficiales están ocurriendo en todas partes.

Una alternativa a la acusación de que las personas son irracionales e irresponsables es la que sugiere que son ignorantes de la amenaza. No es que estos efectos no estén en juego, pero tal vez conocer la amenaza es perfectamente compatible con buscar la compañía de amigos y seres queridos. Estar con los demás y obtener pero también brindar apoyo social es la forma en que enfrentamos el estrés. La amenaza creciente solo es probable que refuerce esta inclinación social.

Asociación y búsqueda de contactos como respuestas centrales al peligro percibido
La asociación y la búsqueda de contacto físico son respuestas centrales al peligro. Incluso en ausencia de amenaza, el distanciamiento físico es antinatural. En circunstancias normales, se espera una distancia de alrededor de un metro al interactuar con amigos y conocidos. Los humanos, como otros primates, se mantienen cerca de otros para crear y mantener lazos sociales. La búsqueda de contacto puede ser un impulso “natural” que está integrado en nuestra fisiología. El contacto social contribuye a la regulación fisiológica de las respuestas del cuerpo a estresores agudos y otros desafíos a corto plazo. El apoyo social cercano no es un extra para obtener recompensas adicionales: constituye nuestro punto de partida. Nuestros cerebros no responden positivamente a su presencia, sino negativamente a su pérdida. Las personas pueden necesitar señales sociales al igual que necesitan alimento. Las implicaciones políticas de décadas de investigación en neurociencia social son claras, pero se ignoran ampliamente: pedirles a las personas que renuncien al contacto social no es solo pedirles que se abstengan de realizar actividades placenteras; se les está pidiendo que se alejen de su punto de equilibrio, hacia el cual normalmente todos tienden.

En contextos de amenazas, nuestras tendencias asociativas y nuestro deseo de buscar contacto físico se vuelven más fuertes. En lugar de “recaer” en un aislamiento egoísta, como el de la imagen hobbesiana, las personas que sienten miedo, estrés y amenazas no solo buscan contacto social: buscan aún más contacto social. La investigación sobre desastres ha demostrado que la búsqueda de contacto es la respuesta primaria al peligro percibido, en lugar de distanciarse, incluso si esto último es más seguro. Cuando sabemos que hay algo que perder, en lugar de ganar, somos más propensos a unirnos a otros, tanto para disipar el estrés como para reducir nuestros sentimientos de responsabilidad. Las tendencias asociativas y la búsqueda de contacto se centrarían preferentemente en aquellas personas con las que ya se está familiarizado. En su ausencia, las personas buscarán lugares familiares asociados con sus contactos cercanos.

Es esto, quizás, lo que explica los movimientos de masas antes de que se proclamen las reglas de confinamiento. También es posible que grupos ad hoc emerjan de la nada cuando surge una amenaza, a partir de un sentimiento de “destino común”. El éxodo de personas que se alejan de los centros urbanos densos ha ocurrido en varios países y ha sido criticado por sus consecuencias epidemiológicas potencialmente desastrosas.

¿Quién es “nosotros” en “nosotros estamos juntos en esto”? Que exista una amenaza no significa que se perciba como tal; lo mismo se aplica a su gravedad o su evolución. Las personas pueden dar credibilidad a fuentes no oficiales, y subestimar la amenaza, pero no son crédulos, y es probable que el peligro los haga estar aún más atentos. Muchos de nosotros creemos con certeza que existe una amenaza, pero no la percibimos como una amenaza colectiva que nos afecta directamente a “nosotros”.

Un problema importante es que las enfermedades son en gran medida invisibles, particularmente aquellas –como la COVID-19– que permanecen asintomáticas en una gran parte de la población. Esta imperceptibilidad significa que ni siquiera se detecta, y mucho menos se reconoce como una amenaza colectiva. Por lo tanto, los mecanismos de evitación defensiva asociados con el miedo y el asco no funcionarán. Del mismo modo, nuestras tendencias sociales simplemente continúan, ya que, en ausencia de síntomas, no percibimos que podamos portar la infección. Incluso si creemos que la amenaza está muy extendida en nuestro propio grupo, las implicaciones para uno mismo son un desafío. Reconocer que es probable que uno se convierta en una amenaza mortal para los demás es incongruente con nuestra propia imagen, lo que lleva a la disyuntiva y la negación del peligro.

Sin embargo, existe un segundo problema: una amenaza derivada de la infección, en sociedades con sistemas de salud que funcionan de manera óptima, puede detectarse y, sin embargo, reconocerse como grave solo para una pequeña fracción de la población. A menos que consideremos que pertenecemos a esa fracción, la amenaza no puede interpretarse como colectiva: son ellos, no nosotros. Una amenaza que permanece invisible, y que se cree que se aplica solo a algunas personas, es diferente a otras amenazas (depredadores, enemigos o huracanes) que claramente amenazan a todos en un lugar determinado. Se necesita más que la proximidad física y la co-vulnerabilidad para que una amenaza sea reconocida como colectiva. También se requiere de cierta comprensión real o potencial de los aspectos de la amenaza que todos compartimos, en un colectivo: “nosotros”.

Una vez anclados en la idea de que afecta a una pequeña fracción de personas, ya sea diferente o igual que nosotros, es probable que las personas pierdan de vista lo que significa el crecimiento exponencial. Como el Rey de una conocida leyenda, una limitación cognitiva nos hace perder de vista que colocar dos granos de arroz en un tablero de ajedrez y multiplicarlos por su propio número escaque tras escaque finalmente nos arruinará, porque arruinará a todos.

Lo que es más, las poblaciones en las que las personas se consideran a sí mismas como “personas independientes” podrían ser más propensas a minimizar la gravedad del problema, ya que tendrán mayores problemas para imaginar que la amenaza en realidad podría volverse peligrosa para sus seres queridos o afectar a la sociedad como un todo. En las sociedades y poblaciones donde prevalece un modelo “colectivo” de sí mismas –es decir, las personas se piensan como “miembros de un grupo” y socialmente interdependientes–, esto podría ser al revés: en tales poblaciones es probable que se promueva el surgimiento de normas colectivas y que estas se respeten.

esafortunadamente, en muchos países al menos, no existen normas culturales claras establecidas para el comportamiento frente a epidemias masivas, y mucho menos para una global, a pesar de las pasadas pandemias de gripe española (1918-1920), gripe asiática (1957-1958), gripe de Hong Kong (1968-1969), gripe rusa (1977-1978), gripe pandémica A(H1N1) (2009-2010) y la influenza aviar A(H7N9) (2013).

Seguramente, el desajuste entre nuestra percepción errónea de la gravedad de la amenaza y sus consecuencias se volverá aún más destructivo en áreas urbanas densas en las que el aislamiento social es un bien costoso.

La asociación y la búsqueda de contacto como nuestro mayor problema actual

Los patógenos y los virus son viejos problemas evolutivos: muchos organismos evitan los contaminantes y las personas infectadas, y las propias personas infectadas también pueden buscar el aislamiento, lo que detiene la propagación del virus. Los humanos también estamos equipados con mecanismos (por ejemplo, el sentido de la repulsión) para evitar posibles

contaminantes y prevenir infecciones. Muchos estudios, desde casos sensoriales hasta casos más abstractos de repulsión, sugieren que este mecanismo es muy conservador.

Una instancia de intoxicación alimentaria genera respuestas aversivas duraderas a la misma comida, así como a otras similares. Incluso sabiendo que la camisa usada por un delincuente sexual ha sido lavada varias veces, o que una cucaracha colocada en un vaso de una manera perfectamente estéril, será suficiente para provocarnos rechazo a usar o consumir estos productos. Entonces, ¿por qué no nos evitamos en tiempos de infecciones? Esto se debe a que nuestros mecanismos para evitar infecciones se ven superados por un impulso mucho más fuerte a asociarnos y buscar un contacto cercano.

A medida que un número creciente de países imponen o recomiendan el aislamiento en respuesta a la propagación de la COVID-19, es importante reflexionar sobre los particulares desafíos a los que pueden conducir estas recomendaciones y las soluciones para abordarlos. Con el debido respeto a Hobbes, nuestro gran bagaje evolutivo no está funcionando para hacer que nos distanciemos o nos enfrentemos unos con otros en momentos de peligro. Durante las amenazas colectivas, buscamos aún más cercanía física. Estas inclinaciones sociales intuitivas nos hacen escuchar varias medidas de prevención de todos modos, o desdibujan sus diferencias: el autoaislamiento, la cuarentena, los bloqueos y el distanciamiento pueden desencadenar indiscriminadamente sentimientos de pérdida social, cuando podrían resaltar beneficios sociales futuros.

Nuestras tendencias sociales, actuales o anticipadas, pueden tener consecuencias mortales, pero también hay un aspecto cada vez más optimista de la historia. Existe una creciente evidencia de que la amenaza colectiva nos hace más solidarios y cooperativos socialmente, pero ahora podemos alcanzar –de manera virtual, pero no por ello menos significativamente– a vecinos, parientes lejanos o incluso beneficiarios anónimos en las redes sociales. Políticamente, esto significa que el acceso a Internet y la comunicación es una prioridad, especialmente cuando los más vulnerables coinciden con los menos conectados tecnológicamente. ¿Cuáles serán los efectos de este cambio a largo plazo a la Internet? Estamos en medio de un masivo “experimento de vida real” que explora si nuestros cerebros y cuerpos pueden funcionar sin proximidad física. Lo que obtengamos de esta situación especial es tan importante como el cómo y el por cuánto tiempo podremos enfrentarlo.2

Referencia

  1. Thomas Hobbes (1588-1679) fue un filósofo inglés considerado uno de los fundadores de la filosofía política moderna. Su obra más conocida es Leviathan (1651), donde sentó las bases de la teoría contractualista, de gran influencia en el desarrollo de la filosofía política occidental. Además de en el ámbito filosófico, trabajó en otros campos del conocimiento como la historia, la ética, la teología, la geometría o la física.
    Es considerado el teórico por excelencia del absolutismo político, si bien en su pensamiento aparecen conceptos fundamentales del liberalismo, tales como el derecho del individuo, la igualdad natural de las personas, el carácter convencional del Estado (que conllevará a la posterior distinción entre este y la sociedad civil), la legitimidad representativa y popular del poder político (al poder ser este revocado de no garantizar la protección de sus subordinados), etc. Su concepción del ser humano como igualmente dependiente de las leyes de la materia y el movimiento (materialismo) sigue gozando de gran influencia, así como la noción de la cooperación humana basada en el interés personal.
  2. Puede consultar el artículo completo, en inglés, haciendo clic aquí.

Fuente: REC